Visita al quirófano: ensayo etnográfico de lo que implica ser un paciente médico 

Dos semanas sin escribir, y la cantidad de eventos o situaciones que viví son de una magnitud impresionante, al grado que son indescriptibles en su totalidad, ya muchos fueron a parar a la dimensión del olvido en donde opera el imperio del inconsciente.

Dos semanas sin escribir, y la cantidad de eventos o situaciones que viví son de una magnitud impresionante, al grado que son indescriptibles en su totalidad, ya muchos fueron a parar a la dimensión del olvido en donde opera el imperio del inconsciente. Es decir, en el transcurso de los días, los acontecimientos se instalan en múltiples direcciones: unos van al olvido, otros al recuerdo, otros se piensan, otros sólo se hacen (son prácticos) y algunos simplemente irradian su intensidad gracias a que irrumpen con nuestra vida cotidiana. De manera que la clave está en que mientras lo hechos sigan siendo cotidianos, nos cuesta trabajo pensarlos, interpretarlos e incluso contarlos de nuevo. Importancia de la narración: gran parte de la cotidianeidad se olvida, y uno debe rescatarla a través del lenguaje, como si las palabras estuvieran depositadas en nuestras bocas, ansiosas por salir a dibujar una escena, un recuerdo, e incluso una persona que apareció de repente en el camino. La ecuación es simple: si un acontecimiento no se narra, se olvida (Gergen, 1996; Bruner, 1998). De modo que les contaré una pequeña anécdota que por si misma es difícil de olvidar debido a que transgredió a eso que yo suelo llamar o pensar como “vida cotidiana”. 

Miren, en muchas ocasiones, uno se encuentra en una situación que presenta riesgos inminentes en contra de su rutina, no obstante, si la ruptura no se genera hay poco que reflexionar; la vida continúa del mismo modo al que uno está habituado. Pero, éste no fue el caso. Resultó que una combinación de tres elementos: 1) calzado desgastado, 2) piso húmedo, 3) y poca habilidad psicomotriz, la cual adolezco profundamente, me encausaron a un lugar que nunca había visitado: una visita al quirófano por una nariz fracturada. Perdónenme todos ustedes, pero en mi vida nunca me había fracturado alguna parte de mi cuerpo, ni siquiera una de las extremidades, y eso que practiqué fútbol durante toda mi infancia. 

A la mañana siguiente, me dirigí con un especialista del tema, y ya en el consultorio, poco a poco, conforme pasaban los minutos, me fui percatando que mi posibilidad de autogestionar o controlar lo que ocurriría en las próximas horas se iba escurriendo entre mis manos, como lo que le sobrevino a Napoleón Bonaparte en Waterloo. Platicando con el doctor, empecé a perder el hilo de la conversación a causa del lenguaje técnico que utilizaba (demasiadas palabras rebuscadas que se han creado para comprender al cuerpo humano), pero lo peor, fue que cuando traducía sus tecnicismos a un lenguaje coloquial, es decir, cuando explicaba la situación con palabras habituales, lo único que pasaba por mi mente era miedo e impotencia. Me iban a enderezar la nariz con unas pinzas ya que había sufrido una fractura impactada, y yo no entendía claramente a qué se refería el médico con ese término, ni predecía cuánto tiempo iba a durar la operación, o el dolor que me iba a causar, ni mucho menos me imaginaba los efectos que produciría la reducción de fractura en los próximos quince días. En fin, un mar de dudas se apoderó de mí, produciendo que comenzara la debacle de mi capacidad de autogobernar mi entorno. Mi cuerpo lentamente se fue convirtiendo en una masa inerte y dócil que tenía que esperar para ser manipulada en beneficio de mi salud. 

De esta manera, el tiempo transcurría, y la espera se hacía eterna. Comencé a notar que mi palpitación estaba acelerada, mi frente estaba bañada en sudor, y no podía quedarme quieto: parecía que mis pies tenían vida propia, ya que ellos sólo se dedicaban a caminar y caminar, dando vueltas alrededor de la cama en la que me iban a aplicar el procedimiento (ya que, según un amigo que es médico, esto no fue una operación sino un procedimiento). Ya en el proceso, la cosa adquirió mayor intensidad, ahora ya estaba acostado en la camilla, disfrazado de paciente con una bata sobre mi cuerpo y unas sábanas que cubrían mi cara casi en su totalidad: mi nariz, mi boca y mis ojos estaban descubiertos; mientras que el doctor estaba parado a un lado de mí, lo que producía un efecto extraño, es decir, parecía un cuasi-dios ya que su rostro y sus manos, aluzadas por una lámpara especial, eran lo único que alcanzaban a ver mis ojos preocupados. 

Más adelante, decidí cerrar los ojos, éstos no soportaron la imagen de una jeringa que el cirujano tomó de sus instrumentos, en realidad no quería saber en dónde iba a ser inyectada la grande y filosa aguja que había percibido. Y fue así: tres piquetes en el rostro me anestesiaron la cara, lo que generó que toda la operación se volviera un poco insensible, de ahora en adelante sólo escuché como tronaba mi nariz, a raíz de unas pinzas que me introdujeron por las fosas nasales, de manera que todo el proceso estuvo acompañado de sonidos invasivos y agresivos de mi cráneo, sazonados con comentarios evangélicos del doctor que explicaban el procedimiento que me aplicaba. En otras palabras, simplemente me dediqué a imaginarme como mi hueso nasal se enderezaba a la fuerza hasta que, pocos minutos después de que inició el proceso, escuché que el médico dijo “ya quedó”, lo que me dio una calma profunda pero momentánea; no contaba con que todavía me pondrían unos taponamientos (sumamente incómodos) que me obligarían a respirar por la boca durante tres días. 

Ya transcurrida la operación, estuve algunos minutos sentado frente al doctor para que me recetara cuatro tipos de medicamentos que tenía que consumir cada 6, 8, 12 y 24 horas. A partir de ahí, durante toda la semana, mi vida se convirtió en un depósito de píldoras que transitaban desde mi boca hasta el escusado. Mi semana santa básicamente consistió en estar acostado consumiendo alimentos y píldoras. 

Recuperando la introducción: entiendo que muchas veces, por andar en la rutina, olvidamos que estamos sujetos a ciertos mecanismos y dispositivos tecno-sociales que se encuentran a nuestro alrededor. La medicina contemporánea compone una serie de tecnologías de salud y relaciones que regulan la sociedad dotándole de poder al personal médico de distintas maneras y distribuyen responsabilidades diferentes en relación a los procesos de curación y normalización de la enfermedad (Rose, 2004). Tanto los hospitales como los doctores, las herramientas (bisturí, pinzas, etc.) y las píldoras son parte de un entramado institucional que construye parte de nuestra vida, lo malo es que no lo vemos hasta que somos interrumpidos por un acontecimiento que corrompe nuestra cotidianeidad. 

En fin, podemos decir que la vida de una persona, de una u otra manera, se puede comparar con una carrera automovilística: mientras nos encontremos dentro de la pista, de cierta forma olvidamos los mecanismos institucionales de salubridad que están impregnados en la sociedad, a tal grado que relegamos al inconsciente el hecho de que en cualquier momento tenemos que visitar algún lugar para que nos reparen (hospitales, consultorios, entre otros), sin embargo, inevitablemente el recorrido/trayecto ya está prediseñado para que realicemos estas paradas estratégicas que nos mantienen sanos. Al final, parece que la salud, al formar parte de lo cotidiano, siempre la vivimos o practicamos, mas nunca la pensamos; a excepción que nos rompamos la nariz y vayamos a parar al médico, sin poder maniobrar con nuestro cuerpo. 

Luis Jaime González Gil 

Email: luisjaime@antropomedia.com 

Referencias 

Bruner, J. (1998). Actos de significado: Más allá de la revolución cognitiva. Madrid: Alianza 

Gergen, K. (1996). Realidades y Relaciones: una aproximación hacia el construccionismo social. Barcelona: Paidós. 

Rose, N. (1994). Reassessing Foucault: Power, Medicine and the Body. London: Routledge. 

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