El cigarro. Un delicado trozo de tabaco procesado en sustancias químicas, envuelto en papel de manera casi perfecta, y que en uno de sus extremos (ya sea abajo o arriba, dependiendo de dónde lo veamos) está constituido por un pequeño pedazo de acetato que, en alguno de los casos, contiene en su interior una diminuta pieza de carbón activa. He aquí lo que llamamos cigarro, toda una construcción material para que los fumadores, esos seres incapaces de controlar su adicción por causas deterministas o físicas, puedan al menos fumar algo más saludable (libre de alquitrán y dióxido de carbono), o en el mejor de los casos, algo light o mentolado (dependiendo de nuestro gusto).
Ahora bien, es interesante observar cómo el acto de fumar actualmente ha sido sancionado, es decir, relegado a espacios reducidos (los cuartos o salas de fumar), a la calle o a campos donde corre el aire sin interrupción alguna. La razón, nos dicen, es por salud: según eso, aunque el cigarro es un placer o una herramienta en donde el estrés se reduce a cero, se le considera una sustancia nociva. Los grupos antitabaco han introducido bien la idea de que las personas no tienen control alguno sobre la situación. Es impresionante, dirían estos grupos, que aunque el acto es contraproducente para la salud del consumidor, aun así las personas lo hacen, como si tuvieran una tendencia suicida en términos inconscientes. Como resultado de esta percepción social, se ha construido una imagen del cigarrillo como un objeto que produce una serie de placeres y beneficios a la persona, a pesar de que su salud se vea afectada.
Sin embargo, desglosemos un poco las cosas, yendo a contracorriente. Tradicionalmente, podemos decir que el tema de los fumadores se piensa en términos biológicos porque atribuimos que la causa principal de la adicción está relacionada con un deseo del cuerpo, o en palabras más rimbombantes, a una necesidad orgánica que pide a gritos de ansiedad que inhalemos el humo que se desprende del susodicho objeto. Hecho que produce que veamos el fenómeno parecido a una epidemia: en el fondo creemos que si una persona fuma es como un virus o una enfermedad ya que, de una u otra manera, convencerá a los demás para que consuman cigarillos, y si no, producirá un efecto colateral, al dañar a los no fumadores (fumadores pasivos) que se encuentran a su alrededor.
Por otro lado, muy pocos piensan este fenómeno desde una perspectiva sociológica que explique cómo las interacciones entre las personas construyen necesidades (fumar), significados relacionados al cigarro (elegancia, relajación, peligro, concentración) y lugares para realizar ciertos hábitos (el área de fumadores). De tal manera que si miramos de forma más atenta, en muchas ocasiones la necesidad trasciende el campo de lo biológico y se adentra al de lo social, al de las interacciones humanas. No es ninguna nimiedad que un sujeto mencione frecuentemente “yo no fumo, sólo en las fiestas”, “necesito descansar, deja me echo un cigarro”. Estas frases nos indican que el contexto interviene para que una persona fume, no fume, o en el caso de que lo quiera dejar, recaiga en el acto; en todo caso la situación produce el deseo por ingerir el humo, y no el cuerpo por sí solo.
Y no sólo eso, también produce una identidad: allá en la década de los 30’s, la pipa se consideraba un elemento para indicar el status social de una persona. Fumar -en ella- era todo un ritual, una parafernalia que distinguía a las personas elegantes de las que no lo eran, por algo se ponían sus chaquetas para fumar (esmoquin) entre caballeros. Al final, el acto excluía a ciertos grupos (entre ellos las mujeres), lo que producía que los otros (movimientos anti-tabaco) trataran de socavar la validez de la acción (fumar tabaco) argumentando que el cigarro era antiestético, antimoral, y el que mejor funcionó, insalubre.
En suma, fumar (el verbo) es un acto social en el que participan ciertos elementos que producen el deseo por fumar y la identidad de los fumadores. No pensemos únicamente el tema desde lo orgánico, sino también desde la dimensión social: aparte de que nuestro cuerpo se acostumbra a la sustancia que desprende el tabaco, también hemos construido momentos, actividades y espacios para fumar que intervienen en el proceso. El cigarro no nos incita por sí mismo a que lo fumemos, hay otros actores rondando por ahí que debemos tener en cuenta para abordar la dinámica adecuadamente: podría ser cualquiera, el lugar en el que estamos, o el grupo de personas con el que convivimos, o el día lluvioso junto con la taza de café, o su acompañante el alcohol… hay que considerarlos a todos, porque juntos nos incitan a introducir ese objeto en nuestra boca, a entrar a la lógica simple del cigarro: inhalar y exhalar el humo para relajarnos, enfiestarnos, distraernos, o lo que nos produzca el acto.
Luis Jaime González Gil
Email: luisjaime@antropomedia.com
Referencias
Collins, R. (2009). Cadenas de rituales de la interacción. Barcelona: Anthropos.