Las palabras siempre las hemos entendido por su lado más fácil, directo y preciso: “el literal”. De una u otra forma, pensamos que lo valioso de ellas se encuentra en su contenido, en lo que muestran o reflejan, como si fueran un instrumento neutral y transparente que recolecta, captura y representa la realidad externa a nosotros (dimensión objetiva); o como si su principal función consistiera únicamente en transportar un mensaje del emisor hacia el receptor (simples y vagas intermediarias). Cuestión gris, cortante y delimitada. Hemos estado bajo el embrujo del poder de la literalidad y su reino lógico que piensa al lenguaje exclusivamente a través de las proposiciones: o son falsas, o son verdaderas.
Pese a esto, hay quienes no se rigen bajo este marco tradicional fiel al diccionario, pues entienden que las palabras no sólo describen el contexto de manera pasiva, también actúan, es decir, tienen un efecto importante en la consolidación e institucionalización de la realidad. Por tanto, su función no se limita únicamente a captar y recoger -tal como una cámara fotográfica- los elementos que conforman el entorno, ni tampoco a reproducir -tal como un proyector- las ideas u estados internos de los individuos. Bajo su dimensión activa, la palabra nos proporciona una forma de estructurar nuestra experiencia del mundo y el ser que somos. Sin el lenguaje nuestro entendimiento sería un flujo indiferenciado e intangible, un magma sin estructura y significado; en fin, su estructura determina la manera en que constituimos la experiencia y la conciencia (Burr, 1996).
Un bote de agua, por ejemplo, puede significarse de distintas maneras a causa de los juegos o marcos lingüísticos (paradigmas diría Kuhn) que utilizamos para denominarlo o entenderlo. Así, desde el lenguaje químico, el objeto lo pensaríamos desde la tabla periódica, de manera que hablaríamos de su composición química desde fórmulas como H2O, y en efecto, podríamos averiguar la manera de producir agua desde la unión de dos moléculas de hidrógeno (H) con una de oxígeno (O). Desde un punto de vista artístico e histórico, dejaríamos la sustancia líquida por un lado, y nos centraríamos en el estilo, diseño, y forma del material plástico que contiene al agua, para explicar, describir y relacionar el momento histórico y artístico de la época. En cambio, si lo distinguiéramos desde la ecología, el bote de agua sería una abominación: el reflejo del pensamiento industrial-consumista que piensa que las cosas están hechas para utilizarse y desecharse (lo equivale a contaminación), sin lugar a una reflexión ecológica del asunto.
En suma, el lenguaje va más allá de su literalidad y lógica verdadera-falsa. Cada lenguaje que utilizamos es un mundo que tiene un efecto en la realidad (y nuestra comprensión de ella). Sin embargo, este conjunto de letras no se encuentra separado de las acciones humanas, no es ni meta-humano ni ultra-humano, también lo construimos (tanto su estructura como su significado) desde nuestras interacciones. La forma en que caracterizamos las cosas no es demandada por los objetos en sí o la gramática española, sino por las relaciones y formas de vida en las que estamos insertos. La noción “bote de agua” depende totalmente de la perspectiva o saber colectivo en el que nos encontremos (química, física, ecología, historia del arte, etcétera); el agua por sí misma no significa nada hasta que se encuentra inmersa en un conjunto de valores y caracterizaciones compartidas por una comunidad. Y esto no significa que sea más verdadera la noción química que la artística, son dos formas distintas de representar la sustancia en discusión.
Finalmente el significado siempre es inter-relacional e interdependiente. El diccionario y la gramática pueden ser los marcos institucionales que nos ayudan a comunicarnos desde ciertos cánones, reglas y definiciones a seguir; pero es en el uso colectivo en donde las palabras mutan, y por ende, terminan representando en ocasiones algo muy distinto a lo que aparece en los textos (bizarro en el diccionario significa “valiente”, pero esto no ha impedido que en el contexto mexicano se utilice para expresar rareza).
Vayamos más allá de las palabras: el lenguaje es perfomativo, el sentido de la realidad está hecho de letras, palabras y signos, por lo que cada elemento lingüístico tiene una repercusión en la construcción social del mundo. Salgamos del reino de la literalidad, de la concepción básica del lenguaje como intermediario ecuánime; sólo así podremos ver el efecto que tienen nuestras maneras de hablar en la conformación de la sociedad actual.
Luis Jaime González Gil
Maestro en Psicología Social por la Universidad Autónoma de Barcelona y Director de eResearch en Antropomedia
Email: luisjaime@antropomedia.com
Referencias
- Burr, Vivien (1995). An Introduction to Social Constructionism. London: Routledge.