El rostro virtual del etnocentrismo 

Los estudiosos de la era digital han elevado a rango de verdad una mentira: la de que internet echa por tierra las barreras espacio-temporales a las que el ser humano había estado sometido hasta antes de la revolución cibertecnológica.

Tweet. Internet comprime tiempo y espacio. Esa falsedad es etnocéntrica cuando occidente niega que los amerindios sí los comprimen. 

Resumen: Los estudiosos de la era digital han elevado a rango de verdad una mentira: la de que internet echa por tierra las barreras espacio-temporales a las que el ser humano había estado sometido hasta antes de la revolución cibertecnológica. Como otros discursos etnocéntricos, este relato evolucionista otorga al occidente digitalizado el nivel más alto del progreso civilizatorio, con la implicación de relegar a los pueblos indios y a otros predigitales al puesto más bajo del continuo que va del salvajismo (prehumano) a la civilización realizada, plenamente humana. En el colmo del etnocentrismo, occidente niega todo estatuto de realidad a las prácticas amerindias de verdadera compresión espacio-temporal, relegándolas a simulacros simbólicos, para apropiarse mentirosamente tal compresión de espacio y tiempo por vía del discurso que pretende hacer del internet el último escalón evolutivo: el que lleva a la ubicuidad y la anulación del tiempo. 

A la muerte del Dios judeocristiano, el tiempo y el espacio le han seguido, claman los panegiristas del nuevo Dios: el demiurgo científico encarnado en la tecnología. La distancia se ha reducido al mínimo, el tiempo ha sido contraído a su más corta expresión: internet los ha hecho tender a cero, anuncian los fieles de la nueva religión universal. En el pasado primitivo, lapso y distancia eran vecinos próximos e invariables, pero gracias al orden y progreso tecnocientífico de occidente, la brecha espaciotemporal entre los individuos desaparece, señala uno de sus artículos de fe. La omnipresencia de Dios ha sido sustituida por clones o avatares virtuales que, libres de un pecado original demasiado orgánico, prometen el milagro de una ubicuidad aséptica e inorgánica. Si durante la era colonial, entre los siglos xvi y xx, Europa extendió sus tentáculos llevando la palabra de Dios para iluminar la cortedad racional y espiritual de los salvajes, los albores del siglo xxi traen consigo la consigna civilizatoria de extender la aldea global hasta los más oscuros rincones del imperio (el tercer mundo rural), al grado de convertir el acceso a las tecnologías de la información y la comunicación (tic) en el nuevo derecho humano y la última generación de la democracia: el e-gobierno. El objetivo piadoso es, ahora, abatir la pobreza y la marginación propia de bárbaros, analfabetas y predigitales. Sin conexión no hay socialización, afirma el nuevo credo, de lo que se concluye que la única socialización deseable es la virtual, la que elimina las limitaciones impuestas por el tiempo y el espacio. 

Es cierto que no todos los autores que creen en esa supuesta anulación tecnológica de tiempo y espacio lo hacen con la torpeza de la caricatura del párrafo anterior, pero muchos (todos los pocos que he leído) afirman que las tic en general e internet en particular abolen los abismos de distancia y tiempo que entorpecen el intercambio de información, dinero y mercancías. Por omisión, sea ésta ingenua o que atienda a intereses oscuros, el tránsito transfronterizo de trabajadores indocumentados sigue siendo ilegal –o silenciado– en algunas de esas tecnotopías (utopías tecnologizadas); sólo viajan en el tiempo-espacio reducido los que tienen visa, pueden pagar boleto de avión y, por supuesto, viven permanentemente en línea. Argumentan que la compresión espaciotemporal provoca el encogimiento del mundo, merced al aumento de la velocidad y la simultaneidad facilitadas por los sistemas de comunicación, transporte e información, desapareciendo el espacio entre dos puntos y aniquilando el tiempo que el recorrido de esa distancia implicaba antes de la revolución digital. Y de entre los dispositivos tecnológicos de compresión espaciotemporal, el internet y su virtualidad son los paradigmáticos. Desde el ferrocarril hasta el avión, del telégrafo y el teléfono a la televisión y la red virtual mundial, la tecnología del capitalismo se inscribiría, así, en una línea evolutiva –y abierta o encubiertamente evolucionista– que encuentra sus antecedentes históricos en el lapso habido entre las invenciones del uso utilitario de la rueda y de la imprenta. “Si la velocidad hace del espacio una entidad obviamente relativa, la simultaneidad virtualmente aniquila el espacio y el tiempo”, afirma Lins Ribeiro (2003: 71), en el entendido de que lo virtual como intermediación entre lo imaginario y lo real, tiende a lo segundo. La anulación del tiempo y del espacio es real, se colige. 

En su apología de internet como base tecnosimbólica de la comunidad virtual transnacional, Ribeiro encuentra que, entre los fundamentos de su atractivo fascinante se cuentan las promesas de expansión del individuo, que no son sino el corolario de la compresión espacio-temporal en el plano de la persona: “«estar» en muchos «lugares» sin salir de aquí”, “ser uno y muchos simultáneamente” (ibid: 196-198). ¿“Estar” aquí y simultáneamente allá, en muchos “lugares” a la vez? Las comillas que Ribeiro agrega a sus dichos no cambian en nada lo que afirma y cualquier occidental cuerdo sabe que sólo se puede estar en un lugar por vez: la ubicuidad es una facultad exclusiva de Dios… pero Dios no existe para la ciencia. Por excitante que sea la masturbación en línea posibilitada por el cibersexo, en el mejor (en el más real) de los casos simultánea a la masturbación de otra persona del otro lado de la línea, no deja de ser un acto aquí y otro acto allá, y ningún ciberespacio, como ningún cibertiempo, son capaces de salvar esa brecha. ¿Ser uno y múltiple? Ni siquiera el esquizofrénico es muchos a la vez pues, como el actor que desempeña los papeles de muchos personajes, los realiza sucesivamente, uno a uno, y no todos simultáneamente. Vana fantasía la de occidente, obsesionado con la identidad y la unidad del indivisible individuo. ¡Que el mundo se encoge con el internet!, dicen. A mi ignorancia, en cambio, internet, la televisión, el periódico y los libros le abren un mundo cada vez más grande conforme desvelan nuevos paisajes; mundos distintos cada vez, conforme descubren sociedades que antes desconocía, que viven en otros lugares o lo hicieron en otros tiempos. ¡Que la distancia desaparece, que el tiempo se comprime! En mi opinión, los sacerdotes de la nueva religión universal, los místicos de la nueva era digital, confunden la abolición del tiempo con la simultaneidad de intercambios internáuticos de información. Confunden la abolición del espacio con la velocidad de los medios de transporte y la extraterritorialidad real con que opera el Capital por vía de las compañías transnacionales (incluidas las empresas bélicas euro-norteamericanas) y los especuladores financieros (bm, ocde, omc y fmi incluidos). Pero los ciberevangelizadores no conceden metáfora a su dicho. Para ellos, el tiempo y el espacio se derrumban, literalmente, frente al poder del Dios tecnológico. Algunos distinguen entre espacio virtual y espacio real, declarando que el milagro de la abolición de las cadenas espaciotemporales está reservado al ciberespacio. ¿Ciber qué? ¿Ciberespacio? ¿Qué no lo habían anulado? Que el condicionamiento espaciotemporal continúa siendo propio del mundo real, pero ya no del mundo virtual de internet, el mundo liberado de la condición… ¿humana?, ¿posthumana? Como si el mundo cibernético virtual no fuera tan humano como el de las experiencias fenomenológicas, inmediatas y cotidianas, del mundo real. La mayoría de los ciberfieles no concede metáfora a sus palabras. Creen que las distancias se acortan o que el humano del siglo xxi puede actuar a distancia, que el tiempo se achica o que definitivamente ha sido anulado por el nuevo hombre tecnológico, que el mundo se encoge para tenerlo entero al alcance de su mano. Todo merced a internet y las tic. 

En conjunto, los supuestos alcances de la nueva realidad virtual, sus pretendidas repercusiones sobre el mundo del tercer milenio después de Cristo, suponen una contradicción flagrante respecto de los supuestos ontológicos sostenidos por el orden sociocultural occidental que encuentra su máximo valor, hoy, en el discurso tecnocientífico. Desde sus fundamentos grecolatinos, el individuo es uno y unisituado. La identidad del individuo, nuevamente, tiene a la entidad única por referente, el mismo referente. Ni ubicuidad ni multiplicidad, como tampoco acción a distancia: “Una explicación científica exhaustiva del mundo debe ser capaz de reducir cualquier acción a una cadena causal de acontecimientos, y éstos a interacciones materialmente densas (sobre todo, nada de “acción” a distancia)” (Castro, 2010 [2009]: 42). El decálogo de promesas de la confesión cibernética, arraigada profundamente en la sociedad occidental, contradice los supuestos de la ontología naturalista de ese mismo occidente. Pero la contradicción no parece escandalizar a nadie. 

Paradójicamente, a la(s) ontología(s) amerindia(s) –sea(n) ésta(s) animista(s) o analogista(s) (sensu Phillipe Descola)– se les escamotean sus alcances e implicaciones, bajo el argumento de que los presupuestos indígenas tocantes a los seres que existen en el mundo y las relaciones habidas entre ellos, presupuestos sobre los que estarían construidas esas ontologías, no serían más que imaginarios colectivos, fantasmas irracionales de una mentalidad infantil, prelógica y errónea, a la(s) que no se le habrían llevado las luces del progreso y la razón, y estaría(n), por tanto, a la espera de una nueva cruzada contra el hambre y la ignorancia. Concediéndoles apenas el estatuto de visiones simbólicas del mundo, occidente –incluida la mayoría de los antropólogos– se ha negado a aceptar toda condición de realidad a los mundos amerindios, limitándolos así, en el mejor de los casos, al cajón del patrimonio folklórico e intangible de la humanidad. 

Al contrario de los presupuestos sobre los que se sostiene la ontología naturalista en que se enmarca el sistema tecnocientífico occidental, las ontologías amerindias “descansan sobre presupuestos […] como: la ausencia de una lógica que respete el principio de no contradicción […], la simultaneidad del intercambio de escalas”, así como la existencia de lugares y ocasiones rituales que constituyen “puntos de reencuentro de espacios-tiempos”, que se establecen como tales gracias a los oficios de “‘el hombre que sabe’, el chamán que puede franquear el marco espacio-temporal de la experiencia” (Galinier, 2009: 141, 143, 144). Si estar aquí y allá a la vez es imposible para un individuo occidental, sometido como está a los imperativos de su ontología naturalista, en cambio para un indígena americano, por ejemplo uno de México, no resulta aberrante estar aquí y allá a la vez, al tiempo que estar constituido como persona múltiple o distribuida, como dividuo (sensu Marilyn Strathern y Alfred Gell). 

Las personas indias de Mesoamérica y del noroeste mexicano, están constituidas por multiplicidades. A diferencia de los occidentales, que tienen una sola alma, o un espíritu unitario o, mejor aún, una sola mente en su versión ortodoxa científica, los rarámuri o tarahumaras de Chihuahua tienen cuatro almas las mujeres, tres los hombres. Los totonacos del norte y los tepehuas orientales de Puebla y Veracruz, tienen todos y cada uno de ellos un alma grande con la que conocen, situada en la garganta, en el corazón o en la coronilla; mientras que los hombres tienen trece y las mujeres doce almas pequeñas con las que crecen, ubicadas en las coyunturas. Los mexicas del siglo xvi y mutatis mutandis algunos nahuas contemporáneos, tienen tres almas distintas: la primera de éstas reside fundamentalmente en la cabeza y está vinculada con el crecimiento, al tiempo que puede desprenderse de su anclaje corpóreo en la enfermedad, el coito, el sueño o la embriaguez; una segunda alma se concentra en el corazón y es inseparable del ser humano en vida, al que otorga las facultades del conocimiento y el sentimiento; la tercera alma está anclada al hígado y, mientras que está presente en la persona humana, tiene una copresencia simultánea en uno o varios alter ego animales con los que el curso vital de tal persona está inextricablemente ligado (estos otros íntimos de la persona, que forman parte de ella, suelen recibir los nombres de tonal y nahual, de origen náhuatl). Bajo diversas modalidades, los dividuos (que no individuos) amerindios están constituidos por varios cuerpos, uno humano y uno o varios más, generalmente animales, pero que también pueden presentarse bajo las formas de meteoros o de astros. Con frecuencia, los chamanes indígenas cuentan entre sus alter ego múltiples animales depredadores, mientras que los no especialistas rituales, gente del común, suele contar con un solo alter ego en la figura de un animal de presa. Dividuos, personas múltiples constituidas por varias entidades anímicas que pueblan cuerpos también plurales. En definitiva, la(s) ontología(s) amerindia(s) se sostiene(n) en la capacidad de “estar en muchos lugares”, y “ser uno y muchos simultáneamente”, sin que en tal aseveración haya alusión alguna a la metáfora necesitada de comillas. 

Esa presencia simultánea en lugares distintos llega a su paroxismo en las ocasiones rituales, cuando el mundo es reconstituido a escala humana, por ejemplo: en un rito agrario tepehua que reconstruye la estructura del cosmos con sus cinco rumbos (cuatro más el centro) y dos planos (cielo y tierra), en la imagen de una mesa-Tierra, con ofrendas y parafernalia ritual en sus esquinas y en el centro de la tabla, y una mesa más que, con un arco adornado de palmilla y “estrellas” tejidas de palma de coyol, duplica la bóveda celeste tachonada de estrellas. La música ritual hace saber a los participantes en el rito, que se encuentran en el extremo oriental del mundo, por donde nace diariamente el sol, en donde las divinidades celebran un rito perpetuo que mantiene al mundo en movimiento. En rito, las divinidades orientales están presentes, a la vez, en el mar del Golfo de México y en la comunidad tepehua de la llanura costera huasteca; al mismo tiempo, los humanos están a la vez en su comunidad en tierras de la Huasteca y en la morada divina en el océano oriental. Más aún. Esa presencia simultánea en lugares distintos, es también la que convierte al rito en una verdadera máquina del tiempo. No una máquina simbólica, sino un verdadero dispositivo de tecnología ritual que, al echarse a andar, anula las condiciones habituales del tiempo para retrotraerlos hasta sus orígenes. Es así que en su peregrinación anual a Wirikuta, en San Luis Potosí, los huicholes y otros indígenas del Gran Nayar recrean el mundo, es decir, lo crean de nuevo, reviviendo a las divinidades por vía de convertirse en ellas y caminar de nuevo el camino que, en el origen de los tiempos, caminaron las divinidades hasta llegar al lugar en donde el ancestro Sol se elevó por primera vez. En el improbable caso de que, desde nuestro marco ontológico, pudiera resultarnos pensable tamaña acrobacia temporal, se presentan dos posibilidades interpretativas: ya sea que comprendamos que los peregrinos huicholes, convertidos en demiurgos cósmicos, regresan al pasado primigenio o que, a la manera en que lo entiende Viveiros de Castro, la maquinaria ritual posibilite la recreación de “un medio propiamente prehistórico –el célebre pasado absoluto, ese pasado que nunca ha sido presente y que por lo tanto nunca pasó” (op. cit.: 45). En cualquiera de los dos casos, en la refundación cósmica que permiten los ritos amerindios tiene lugar una verdadera compresión espacio-temporal, compresión que no ocurre en los simulacros virtuales facilitados por una computadora. 

Incapaz de reconocer los hechos de los que los indígenas informan una y otra vez a quienquiera que preste oídos a lo que dicen, la mejor intencionada de las razones occidentales suele ser capaz, apenas, de conceder algún sentido poético o simbólico a la práctica y dicho indígena. Pero que los indios puedan realmente estar en varios lugares a la vez, que puedan retrotraer el tiempo, que efectivamente lleven a cabo prácticas de compresión espacio-temporal, eso sólo algún chiflado podría creerlo… o algún indio analfabeta y predigital al que urge llevarle educación escolar, orden y policía, diría algún vocero de la razón científica. Y sin embargo, esa misma voz se arroga el milagro de la compresión espacio-temporal: siempre que sea por medio de la tecnología cibernética. 

El muy real etnocentrismo virtual que ha inaugurado la revolución tecnológica de occidente, niega a los indios lo que se concede a sí mismo. Ese etnocentrismo se equivoca por partida doble: eleva a rango de realidad lo que para sí sólo puede ser metáfora y reduce a metáfora lo que para los pueblos amerindios es realidad. En el marco ontológico occidental no es posible la ubicuidad y no importa con qué rapidez se viaje por fibra óptica, el recorrido siempre tomará algún tiempo y, hasta hoy, es imposible que lleve entre sus cables a un individuo que seguirá condenado a permanecer en un solo lugar. No importa cuántas veces pretenda occidente reducir la(s) ontología(s) amerindia(s) a una creencia, una ficción cosmovisional o un imaginario mágico-religioso de los que es necesario liberarlos por vía de Oportunidades, Progresa, Procede, Piso Firme, Escuela Digna, Enciclomedia, Un Kilo de Ayuda, la Cruzada Nacional contra el Hambre o el Teletón. El etnocentrismo que justifica las formas de discriminación y sometimiento más brutales, es el mismo que, con su piadoso rostro virtual, nos quiere hacer creer que lo imposible para nosotros es finalmente posible y que, por otro lado, ellos nunca han hecho lo que han creído hacer desde hace siglos, que lo posible para ellos es en realidad imposible. Occidente miente y esa mentira está saturada de discriminación etnocéntrica. 

Carlos Guadalupe Heiras Rodríguez 

Etnohistoriador. Estudiante de doctorado en antropología social en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Socio de Pi red: Perspectivas Interdisciplinarias en Red, A.C. 

Bibliografía 

  • Castro, Eduardo Viveiros de, Metafísicas caníbales. Líneas de antropología postestructural, Katz (col. Conocimiento, no. 3070), Capellades, Esp., 2010 [2009]. 
  • Galinier, Jacques, El espejo otomí. De la etnografía a la antropología psicoanalítica, inah-conaculta/ cdi/ cemca (col. Etnografía de las regiones indígenas de México en el nuevo milenio, serie Estudios monográficos), México, 2009. 
  • Ribeiro, Gustavo Lins, Postimperialismo. Cultura y política en el mundo contemporáneo, Gedisa (serie Cultura∽), Buenos Aires, 2003. 
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