Una reflexión crítica de los medios sociales.
Lo social es una palabra sumamente explotada en esta era de la hiperconectividad neoliberal. Casi siempre se utiliza para designar a las plataformas cibernéticas, de ahí que toda empresa, aplicación o medio social que se adhiera a la web resalte, como pavo real acelerado, sus características sociales e interconectivas. Espejo fidedigno de lo que Facebook presume en una entrevista en mayo del 2010 cuando Mark Zuckenberg dijo que su misión era “hacer un mundo un lugar más abierto e interconectado”; por default, eufemísticamente, un mundo social (debería ser un mundo comercial).
Resulta curioso este cambio en los actores y en el uso la palabra: antes la palabra social se utilizaba en otros contextos, sobre todo académicos: de ahí que revolucionarios, activistas, intelectuales de izquierda y personas inconformes apelaran a lo social para luchar contra lo que los sometía. Ahora uno ve cada CEO o marketero, con su discurso programado, mostrando la dinámica y lógica de las redes sociales o la naturaleza social humana que ha empoderado a Internet, sin siquiera haber abierto un libro de ciencias sociales o economía para entender de lo que están hablando.
Más bien, parafraseando a Van Dijck, en un texto titulado la cultura de la conectividad, se debería hablar de medios conectivos (no sociales): palabra adecuada para pensar cómo la lógica comunitaria y creativa se convierte en un dato medible, un mar de información plana que se puede comparar y calcular. La cuestión está en comoditizar relaciones: convertir la conexión humana en conectividad; traducirlas, desde metadatos, protocolos y algoritmos, en datos que se aprovechan al introducir dinámicas comerciales en lugares que supuestamente se hicieron simplemente para crear lazos comunitarios.
Un ejemplo histórico: Facebook. La plataforma, al inicio, se creo para conectar simplemente a personas, era el reflejo de una comunidad estudiantil. Pero con su crecimiento poblacional, y aunado a eso, la introducción de inversionistas y propietarios nuevos esto fue cambiando. Un hecho significativo fue el caso no exitoso de Beacon en noviembre de 2007. Este programa promovía la idea de compartir información de los usuarios con agentes comerciales. Y como consecuencia, cerca de cuarenta y cuatro sitios se registraron para que les enviaran noticias automatizadas respecto de cualquier compra realizada por los usuarios. Jugarreta o artimaña que no tuvo éxito (se cerró a meses de ser abierta) por ser demasiada explícita, lo cual, se interpretó como una traición, ya que Facebook servía a los intereses de distintas compañías (terceros), y no a sus usuarios.
Sin embargo, uno aprende de sus errores, y Facebook lo hizo: en mayo del 2010, introdujo otra cara de la misma moneda, esto es, los plugins sociales: el Open Graph y el botón me gusta (sí, para sorpresa de muchos, no siempre existió el me gusta). Y a diferencia de lo ocurrido con Beacon, de manera sutil, esto produjo un efecto similar pero no tan explícito. Por ejemplo, desde el me gusta, según Van Dijck, “los datos personales se convierten en conexiones públicas, en la medida en que la función me gusta se dispersa de manera ubicua en los espacios web. La adopción masiva del me gusta hace el hecho de que los datos personales sean compartidos por terceros una práctica aceptada dentro del universo online.”
Si uno le “pica” (expresión mexicana) al me gusta, no sólo le está diciendo a la persona-perfil su empatía, también le permite a Facebook que muestre la acción a otras personas de la red, y sobre todo, que codifique la actividad online, para gestionar después la visibilidad de su interface. Cuestión no neutral, ya que está subordinado a intereses comerciales, y sobre todo, no hay que olvidar que cualquier código algorítmico o arquitectura web obedecen a una epistemología detrás: en este caso se trata de convertir la conexión en conectividad que reditué monetariamente, ya sea en información valiosa que se pueda vender o en datos que se utilizan para promocionar páginas desde el mismo gusto de las personas.
Los psicólogos siempre hablan del inconsciente en términos individuales, incluso, aunque no tiene nada que ver con el término psicoanalítico, es muy común ver cómo las personas en la calle cuando no entienden su situación, argumentan que inconscientemente necesitaban compañía, y por eso acabaron gastando veinte mil pesos en una discoteca. Habría que extender un poco esta noción individual por una colectiva denominada inconsciente tecnológico: esa red de interfaces, metadatos, protocolos y algoritmos que gestionan los deseos humanos, ordenando lo que ven en las pantallas y codificando sus conductas sin su consciencia plena.
Es ahí, dentro de ese campo turbio algorítmico, donde se encuentran las explicaciones de muchas de las conductas de consumo del siglo XXI.